jueves, 2 de febrero de 2012

Patricio Valdés Marín



La relación causal es determinista, constituyéndose este principio en el fundamento de las leyes naturales universales. Exceptuando la acción intencional humana, el cambio en la naturaleza no se produce persiguiendo una finalidad, sino que proviene de las funcionalidades de la causa y el efecto. El determinismo de la relación causal es consecuencia de ambas funcionalidades específicas. El cambio genera estructuración en una escala superior. Si una estructura de escala mayor es posible, es debido a la funcionalidad de las unidades subestructurales que la integran y, en último término, a la extraordinaria funcionalidad de las partículas fundamentales. Si el universo está constituido en la escala más pequeña de todas por estas partículas fundamentales, está a su vez determinado en sus posibilidades por la funcionalidad de tales partículas. Aunque sus posibilidades de estructuración son ilimitadas en cuanto a formas y escalas, están por otra parte determinadas en cuanto a los modos de las relaciones causales.


Determinismo


Una cosa no cambia de cualquier manera, sino de un modo tan característico que de la repetición de la acción se puede inferir por inducción una ley universal. Esta ley es tal mientras un hecho distinto no pruebe lo contrario. En tal caso la mencionada ley deberá modificarse para incluirlo.

La relación entre una causa y su efecto es determinista. Es idéntica en todo momento y lugar del universo bajo las mismas condiciones. En la base existe un doble hecho: primero, toda fuerza tiene un modo dinámico absolutamente específico de actuar, pues se ejerce desde un punto, hacia una dirección, con una magnitud, una intensidad, una duración, un sentido, un alcance y una velocidad muy determinados; y, segundo, toda estructura tiene un modo absolutamente específico de ser funcional ante una fuerza, ya sea como causa, ya sea como efecto. Una fuerza interviene de una manera tan distintiva con relación a una estructura que esa acción la caracterizamos como una ley natural, y siempre ella actuará de la misma manera si las condiciones se mantienen o se reproducen. Las leyes son particulares según la escala de que se trate: las partículas fundamentales que estudia la física nuclear, los átomos que describe la física atómica, los elementos y las moléculas que analiza la química, las moléculas y las células que examina la biología, y así sucesivamente.

Es ilusorio suponer que la relación causal puede tener otro resultado que el determinado por la ley natural. Por ejemplo, la economía capitalista es un sistema productivo cuya finalidad es retribuir el máximo de beneficio posible al capital, y no debe esperarse que sirva para distribuir equitativamente la riqueza según las necesidades de cada cual o que persiga un desarrollo sustentable. Tampoco puede esperarse equidad de parte de un sistema legal y jurídico destinado a la preservación de privilegios de una minoría. Una manzana caerá verticalmente a tierra de la rama del manzano con una velocidad de 1 G. De modo similar, este libro, por el solo hecho de haber sido escrito, no conseguirá necesariamente ser leído si no concurren otras condiciones, como que sea interesante, actual, accesible, recomendable, etc.

Estas leyes naturales no tienen sentido alguno sin referencia a la fuerza, pues están directamente relacionadas con la funcionalidad de las estructuras. De este modo, el determinismo de la causalidad, base de la ley natural, se fundamenta en la fuerza y en la funcionalidad de las estructuras. Una causa puede tener un solo tipo de efecto si todas las demás condiciones permanecen iguales. Por ejemplo, siempre que se aplique calor al agua, ésta terminará por evaporarse. El límite de la universalidad lo constituye únicamente la variación de las condiciones. Dicho principio es el fundamento de la validez de la experimentación que demanda el método científico.

En la escala fundamental, podemos encontrar la acción de las cuatro fuerzas fundamentales del universo, de las cuales todas las restantes derivan. Las fuerzas más complejas, como, por ejemplo, aquellas que conciben un poema, provienen, en último término, de las fuerzas fundamentales, y el poema podrá teóricamente analizarse según estas fuerzas, según las leyes que las determinan y según cómo ha ido actuando para llegar a estructurar al sujeto poeta. Pero el poeta, el crítico de arte o el lector no necesitan conocer las leyes a esas escalas para escribir, criticar o emocionarse por el poema en cuestión. En la escala del poema las fuerzas fundamentales fusionan en una multiplicidad de escalas incluyentes estructuras tan complejas como los seres humanos, quienes comprenden y sienten signos y conceptos que pasarían desapercibidos a seres tan complejos, pero algo menos inteligentes, como los perros. El sonido que sale de los parlantes de la disquetera es transportado a mis oídos de la misma manera que cualquier otro sonido, esto es, por vibración de las moléculas del aire. Pero para mí se trata de la sublime música del Doble Concierto de Brahms que produce profundos sentimientos en mi mente.

En la descripción de mecanismos y los procesos dinámicos que transforman estructuras la ciencia necesita descubrir y definir las leyes que norman y regulan las fuerzas. Las leyes naturales puedan ser descubiertas mediante la alternancia entre la hipótesis y la experimentación, y a través de la rigurosa verificación de la relación causal que se analiza. A partir de Newton, la ciencia pudo concluir que las fuerzas actúan en forma determinista, definida por la funcionalidad estructural, según leyes válidas para todo el universo. Newton había descubierto que las leyes mecánicas que rigen la caída de una manzana son las mismas que gobiernan el movimiento de la Luna alrededor de la Tierra, y, por consiguiente, que aquellas leyes pueden aplicarse también en dimensiones cósmicas para todo el universo.


Predictibilidad


En contraste con la conclusión científica acerca del cambio, que lo hace depender únicamente de la causa eficiente aristotélica, para Aristóteles el estudio de la naturaleza constituyó una indagación de la causa final, del telos, de la finalidad de la acción, que para él fue la causa más importante y la causa de todas las otras causas. Él deseaba aclarar el mecanismo de cómo la razón, en el sentido de ordenamiento, funciona en la naturaleza. Las estructuras no pueden ser explicadas simplemente mediante relaciones causales mecánicas. Las cosas poseen una potencialidad que puede ser actualizada solamente a través de la “información” de la materia, la causa formal aristotélica. La naturaleza funciona gracias a una adaptación continua de la materia prima a la variedad de formas, su causa material. La peculiaridad de sus funciones no es comprensible sin referencia a la forma que tiene que producirse. Él intentó descubrir la adaptación de los medios a los fines. Utilizó la función para explicar la estructura.

Posteriormente, en la Edad Media, los escolásticos estuvieron interesados en resaltar aún más la causa final como la causa de todas las demás causas por una razón adicional. La causa final explicaría el cambio en función del plan divino de salvación. Todo el acontecer tendría una explicación en la voluntad divina que interviene en la existencia para la salvación o la condenación eternas. El hacer depender la historia de la teología requería, no obstante, de una autoridad que pudiera interpretar, sin error, la voluntad divina. Sin embargo, este conocimiento, que es imposible en nuestro universo, es la base de la creencia de todo tipo de integrismo, sea judío, cristiano o musulmán. Para un integrista la democracia aparece como una aberración, por cuanto la voluntad popular resta soberanía al Dios omnipotente.

El siguiente paso lógico lo daría Juan Calvino (1509-1564), quien, con una importante dosis de maniqueismo agustiniano, proponía la doctrina de la predestinación. El cambio ya no tiene importancia, excepto como una señal de la voluntad divina, puesto que ésta, en su omnisciencia eterna, ya había decidido desde el principio de los tiempos sobre el las consecuencias del cambio.

Ya en el siglo XIX, Juan Bautista Lamarck (1744-1829) exhibía una primitiva teoría de la evolución biológica. Esta debía mucho a las ideas de Aristóteles sobre estructura y función. Su postulado “la necesidad crea al órgano” es lo mismo que afirmar que la estructura sigue a la función, o que el uso genera el propósito, o que el medio se adapta al fin. Su teoría se vio superada definitivamente por la de Carlos Darwin (1809-1882), quien explicó el mecanismo de la evolución biológica mediante la “selección natural” en la adaptación al medio, postulando “la supervivencia del más apto”. Una estructura más funcional al medio logra transmitir sus cualidades genéticas a la especie a través de su progenie. El cambio no es una respuesta a un fin, sino a una fuerza que se manifiesta en el medio ambiente.

Sin embargo, cuando la acción es intencional, como en el único caso conocido que es la acción racional del ser humano, la estructura que crea sigue a la función que es capaz de concebir previamente como finalidad. Por ejemplo, el ser humano construye intencionalmente (y no instintivamente) una casa con el propósito de habitarla; concibiendo primero la función que debe cumplir el artefacto, (en este caso satisfacer la necesidad de cobijo), diseña, proyecta y planifica una estructura que cumpla con la función demandada. Posteriormente ajusta su acción a esa finalidad, construyendo el artefacto casa.

Análogamente, a Dios se le supone una intención cuando creó el universo. De ahí que sea explicable la creencia de ciertos grupos de fieles en la causa final para el cambio y la evolución en el universo. El problema es que a través de la filosofía o la ciencia nosotros no tenemos acceso al conocimiento de la intencionalidad divina, como sí lo tenemos para explicar el cambio y la evolución sin recurrir a causas finales.

Aun cuando la comprensión del cambio y su determinismo nos posibilita adecuar nuestra acción con efectividad para alcanzar los fines que nos proponemos, liberándonos de la dependencia de mitos que hablan del destino y el futuro gobernado por potencias sobrenaturales, no poseemos la seguridad absoluta del acontecer futuro. La razón es que el determinismo de la causalidad, en la perspectiva del tiempo, existe, metafóricamente hablando, en una sola dirección: hacia el pasado, hacia la causa. Todo efecto tiene una causa, y la segunda ley de la termodinámica nos enseña que los acontecimientos son irreversibles. A pesar de que la historia es una sucesión de acontecimientos relacionados causal y secuencialmente, no es determinista, sino en sentido regresivo, puesto que no existe conocimiento necesario de los efectos a partir de las causas, pero sí de las causas a partir de los efectos. En el conocimiento de la historia es posible trazar el camino hacia las causas y llegar a comprender el acontecimiento, explicándonos de este modo lo ocurrido. Pero frecuentemente erramos cuando predecimos el futuro. Ni el más eximio arquero puede asegurar que su flecha dará precisamente en el blanco. Esto ocurre por dos razones complementarias.

En primer término, la causalidad en la historia es de hechos individuales cuánticos y es, por lo tanto, indeterminada. El determinismo de la complementariedad de la estructura y la fuerza, que explica “cómo” una fuerza específica actúa sobre una estructura específica, no logra, como ya señaló Werner Heisenberg (1901-1976), indicarnos “cuándo” ni “dónde” una fuerza de hecho actuará en el nivel estrictamente individual. En este sentido, existe un indeterminismo en la relación de la causalidad. Los sucesos individuales ocurren por azar. No obstante, en una escala superior la cantidad de sucesos es englobada por la estadística; y cuanto mayor sea la cantidad de sucesos contabilizados, mayor será el grado de certidumbre y de predictibilidad de la ocurrencia de un fenómeno en la escala superior. Sin embargo, puesto que los acontecimientos históricos son en general muy particulares a causa de las innumerables condiciones que los determinan y, sobre todo, por la acción libre e indeterminada de los actores humanos, no es posible situarse en una escala superior que permita predecir el acontecer por inferencia estadística. No obstante, ello no es obstáculo para que podamos aprender de los acontecimientos del pasado para comprender el presente y especular sobre el futuro.

En segundo lugar, aun cuando se pueda conocer el origen de un acontecimiento, no es posible predecir el futuro de una acción, al menos a escala cuántica, porque en todo proceso actúa la segunda ley de la termodinámica. El exacto estado de entropía es imposible de establecer para un tiempo futuro a causa de lo aleatorio del devenir. Podemos predecir que el contenido de un río desembocará en el mar, pero no podemos predecir qué ocurrirá con alguna molécula de agua individual que ubiquemos en su curso. Esta puede muy bien evaporarse, infiltrarse en el lecho, ser absorbida por algún arbusto de la orilla, bebida por un pez o llegar después de todo al mar. Podríamos ciertamente calcular la probabilidad de lo que le puede ocurrir a dicha molécula de agua si conociéramos bien el comportamiento del agua del río en cuanto al caudal que porta en el punto de medida, a los que afluyen y efluyen en los distintos puntos del curso, a la pérdida de caudal en el curso, y al caudal que llega final y efectivamente al mar.

En un orden relacionado de cosas, conviene añadir que la historia es relevante en la medida que exista estructuración, como la creación de una nueva forma de estructura política, y también que exista desestructuración, como una derrota bélica. La repetición interminable de sucesos homogéneos de estructuración y desestructuración dentro de una misma escala llega a ser irrelevante, aunque ciertamente histórico en cuanto a cronología, ocupando muchas veces los titulares de periódicos. Pero estos titulares podrían incluso transcender el tiempo y ser leídos significativamente en cualquier tiempo, tan irrelevante es lo que tendrían que decir. De esta manera, podríamos decir que un pueblo carece de historia cuando los únicos sucesos son las interminables acciones repetitivas de subsistencia, pero que nada nuevo logran estructurar. En general, la historia se interesa más bien por los acontecimientos que han originado cambios significativos que repercuten en el acontecer, deshomogeneizándolos.


Funcionalidad fundamental


Toda la extraordinaria maravilla y complejidad del universo parte de la especial funcionalidad de algunos contados tipos de partículas fundamentales, como significando en su intrínseca simplicidad la majestuosidad de su Creador. Sin esta ciega e inequívoca funcionalidad, la estructuración de la materia por la acción de la fuerza hubiera sido imposible. Incluso, si hubiera sido posible, una funcionalidad distinta de las partículas fundamentales hubiera generado un universo que no sólo nos sería imposible de imaginar, sino que simplemente en éste no habríamos existido para poder imaginarlo. Por lo tanto, nuestro universo es, en lo que nos concierne al menos como especie biológica, el mejor posible, siendo nosotros el puro efecto de la funcionalidad de las cosas. En este respecto, nosotros somos la especie biológica más exitosa que subsiste en la actualidad, al menos en el planeta Tierra.

Lo más extraordinario del universo no es tanto que los bloques más básicos con los que todas sus cosas han sido construidas sean las partículas fundamentales, ni que estas partículas tan simples estén en la constitución de cosas tan complejas, sino que estas partículas fundamentales sean tan específicamente funcionales que a partir de ellas todas las cosas del universo que han existido, que existen y que existirán hayan podido ser estructuradas. El plan maestro de la diversidad y de la evolución del universo entero se basa en la funcionalidad simple y específica de las partículas fundamentales, las que se encuentran sosteniendo la estructuración de la materia en sus sucesivas escalas de estructuración, pasando por partículas subatómicas, átomos, moléculas, hasta llegar a los complejos organismos vivientes, algunos de los cuales tienen incluso cerebros capaces de pensamiento abstracto y racional que permiten además la constitución de las complejas sociedades humanas. La materia, en el transcurso del tiempo, con el enfriamiento del universo, se ha ido diferenciando y estructurando en formas cada vez más complejas y funcionales, aunque su composición contenga el mismo tipo y variedad de partículas fundamentales simples que por su particular funcionalidad sufren determinadas combinaciones para conformar toda la diversidad del universo. La simplicidad original contuvo en su origen las infinitas posibilidades de estructuras y organizaciones estructurales que han surgido hasta ahora, que surgirán en el futuro y que pudieron haber surgido.

Aquello que Leucipo y Demócrito omitieron en su teoría atomista fue que tales átomos no son pasivos, según se desprende de sus postuladas características como entes eternos, indestructibles e inmutables, sino, por el contrario, son extraordinariamente funcionales. Fue correcto suponer que si uno divide la materia progresivamente se llega a un punto en que ya no es posible seguir dividiéndola sin que esa muy pequeña partícula resultante pierda las propiedades mantenidas en común con el resto de dicha materia; pero entonces lo relevante resulta ser no precisamente la magnitud de la partícula, sino sus propiedades, aquello que la hace funcional.

Por otra parte, las partículas fundamentales no pueden ser de ninguna manera consideradas como aquellas “mónadas” de Gottfried Leibniz (1646-1716), o “átomos formales”, como las llamó también, pues éstas son definidas como puntos inextensos, absolutamente simples, imperecibles, incausados, espontáneamente activos y, recogiendo el prejuicio cartesiano de separar las cosas entre extensiones y pensamientos, son también anímicos, a pesar de ser considerados verdaderas fuerzas funcionales. Las mónadas no son más que una abstracción de la mente de este filósofo sin base alguna en la realidad, pero demandada para dar una explicación por esta dimensión de las cosas cuando la ciencia nada sabía aún de lo muy pequeño, excepto por los primeros titubeos de Antonio van Leeuwenhoek (1632-1723) y sus primitivos microscopios.


Progreso y teleología


En los dos siglos recién pasados la idea de progreso ingresó en la cultura occidental cuando se adquirió conciencia histórica del evidente desarrollo en el largo plazo que experimenta la naturaleza a la luz de la ciencia moderna y en el mediano plazo que sobrelleva la misma civilización occidental a causa de la tecnología. Pero el concepto se ideologizó. Posteriormente, el jesuita y paleoantropólogo Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955) acuñó la palabra “complejificación” para referirse a la evolución progresiva que él observaba en la evolución de la especie homo y, por analogía, en toda la naturaleza. Para él la evolución no sólo es biológica, sino que también es de la materia, y obedece a un movimiento teleológico cuya dirección culmina en la conciencia y su mayor adquisición cualitativa.

Ciertamente, esta última conclusión tiene un carácter filosófico. No puede ser científica, pues es refractaria a la verificación empírica. De este modo, si nos remitiéramos sólo a la ciencia para explicar la naturaleza del universo, nuestro avance sería bastante acotado, aunque esta rama del saber adhiere de manera entusiasta a la afirmación que en el universo ha existido efectivamente progreso desde su inicio. Basta remitirnos a la historia de nuestro planeta Tierra para constatar la evidente progresión, en especial biológica.

La explicación entregada en este ensayo es que estructuras de cualquier escala han requerido la estructuración previa de las estructuras de escalas menores que la constituyen, como sus subestructuras, y así sucesivamente hasta llegar retrospectivamente a las estructuras primeras en la escala más ínfima, que son las partículas fundamentales. Por su parte, las estructuras de escalas superiores son posteriores y más multifuncionales que las estructuras de escalas inferiores, pues no sólo poseen las funciones o capacidades de las estructuras que contiene, sino que también las funciones propias.

También es posible deducir, como lo hace Teilhard de Chardin, que en la evolución progresiva de las cosas existe finalidad. Este ensayo lo explica diciendo que por una parte, siendo la acción de la fuerza determinista en razón de la funcionalidad específica de cada cosa, una cosa interactúa con otra de manera perfectamente previsible y determinista. Por la otra, siendo que las cosas de una misma escala pueden interactuar entre sí, llegan a conformar una estructura subsistente de una escala nueva y superior, y esta nueva estructura posee una función propia que es original y más compleja.

Así, pues, de las posibles formas imaginables que la materia puede tomar, son posibles únicamente aquellas que son funcionales, e incluso son más favorecidas aquellas que resultan ser aún más funcionales que el resto. En consecuencia, la funcionalidad permite, en primer lugar, que exista estructuración y, en segundo lugar, que la estructuración avance en el sentido de una mayor funcionalidad, concepto que se presenta secundariamente como complejidad, o complejificación.

Es manifiesto que la explicación de la creciente estructuración de la materia necesita de un mecanismo de orden teleológico, es decir, educido por una finalidad, pues es impensable que sea el puro azar la causa de la complejificación de la materia. Y este mecanismo presupone una especie de ortogénesis, esto es, una evolución lineal entre un origen simple y un fin complejo. Adicionalmente, tal complejificación presupondría un propósito en ambos extremos: al inicio, la causa eficiente de la creación; al término, una causa final intencional. Esta es precisamente la visión del jesuita Teilhard de Chardin, quien simboliza ambos extremos con el Alfa y el Omega respectivamente.

Sin tomar en cuenta la enseñanza de Aristóteles de que la causa de todas las causas es la causa final, es decir, que todo cambio se efectúa por un propósito preexistente al cambio, el problema de la visión teilhardiana es que, aunque el conocimiento de la materia nos indica una evidente estructuración en el tiempo y una posible finalidad radicada en su origen y en su estructura fundamental, que incluso podría ser una mayor conciencia, la ciencia moderna no está en condiciones para presuponer, objetivamente hablando, ninguna intencionalidad, ni menos para conocerla. Se podría decir que la visión de teilhardiana en este aspecto no es científica, sino que teológica.

Es posible sólo percibir azar en el tránsito entre un punto original y un punto de destino o, más precisamente, entre una causa y su efecto. Incluso pertenece al azar que ese destino sea más complejo que su origen. Ello es perfectamente comprensible y es lo que se observa en la naturaleza. Así, en la perspectiva de la ciencia empírica el advenimiento del ser humano ha sido producto del más extraordinario azar. Sin embargo, en esta misma perspectiva, en dos instancias cabe la necesidad. Por una parte toda relación de causa-efecto está sujeta a las leyes naturales y este cambio ocurre necesariamente según dichas leyes. En otras palabras, esta necesidad está contenida en la energía primigenia del big bang, la que fue dotada de un estricto código que llamamos leyes naturales. En una segunda instancia la necesidad aparece en una escala superior cuando se refiere a sus unidades discretas. El azar que ocurre en la escala de las unidades discretas se torna en necesidad en la escala de la estructura y pasa a ser un asunto estadístico.

Por lo tanto, la filosofía de la complementariedad estructura-fuerza puede concluir que la complejificación no necesita de una aristotélica causa final si suponemos que la materia surgió con una capacidad intrínseca desde el big bang para organizarse en estructuras funcionales cada vez más complejas, que la causa de todas las causas es la energía primigenia y que en el mismo acto del big bang hubo una finalidad que se imprimió a la materia primigenia.

Esta idea es distinta de la del deísmo, que concibe un universo como una máquina que funciona por sí misma, sin la intervención de su fabricante, en la imagen del relojero, que fabrica un reloj, le da cuerda y lo deja funcionando por sí mismo. Es distinta, pues un reloj, o una máquina, no sólo no evoluciona progresivamente hacia un fin, sino que su funcionamiento está tan determinado a ser un reloj que no tiene posibilidades de modificarse en algo distinto. Desde su inicio el universo ya contuvo un rumbo prefijado, el que nos puede parecer ser azaroso, y los naturalistas sólo constatan el mecanismo de relojería sin ser capaces de admitir su ortogénesis. También la idea de la complementariedad estructura-fuerza es distinta  del concepto “máquina autopoiética”, de Humberto Maturana R. (1928-) y Francisco Varela G. (1946-2001), que significa producirse a sí mismo y que define específicamente un organismo biológico.  

Así, pues, la estructuración de la materia sigue un curso que es ortogénico y en cierto sentido determinista. Pero como vimos más arriba, no es educida por una causa final, sino que es producto de la especialísima funcionalidad de las partículas fundamentales, ladrillos básicos de todas las estructuras y fundamento de las estructuras más inimaginables, en combinación con el indeterminismo fundamental de la materia. Tampoco las partículas fundamentales son semejantes a la materia prima aristotélica, que requiere tan solo ser informada para llegar a existir. Lejos de tal concepción, la materia no requiere forma y su potencialidad proviene exclusivamente de la funcionalidad de las estructuras que se llegan a organizar.

Es moda en la actualidad extrapolar el mecanismo de la evolución biológica a las otras escalas en el cambio que se observa en el universo. Sin embargo, tal extrapolación no es legítima. La evolución biológica ocurre en la estructura ‘ecosistemas’ y sus dos unidades discretas son el ambiente y las especies biológicas o biocenosis. Mientras el ambiente no cesa de cambiar, ya sea suave o bruscamente, una especie biológica se ve obligada a adaptarse para no sucumbir y a apoderarse de algún nicho ecológico, y lo hace paulatinamente, según el ‘accidente’ de la mutación genética. Cada estructura ‘especie biológica’ se compone de unidades discretas que son los organismos biológicos que son capaces de interactuar sexualmente para reproducirse y transmitir a su descendencia sus propios caracteres. Así, los descendientes contienen una mezcla de caracteres de ambos progenitores. Existen caracteres favorables, desfavorables y neutros para la supervivencia individual en un medio dado, y la profusión de caracteres se debe a las esporádicas mutaciones que ocurren accidentalmente en la replicación del código genético. Aquellos caracteres que son más favorables terminan por ser incorporados al banco genético de la especie, posibilitando que sus unidades puedan sobrevivir y reproducirse mejor, y la especie obtener mayores probabilidades para prolongarse en el tiempo y el espacio.


Inteligencia


Sería tal vez demasiado antropocéntrico suponer que el universo fue creado de modo que evolucionaría necesariamente hasta fructificar en el ser humano, considerado por éste mismo su máxima expresión y única cúspide. Lo que sí podemos establecer es que la estructuración de la materia sigue la ruta de la funcionalidad, y que, hasta donde llega nuestro conocimiento del universo, en el aquí y ahora de la historia del sistema solar los seres humanos somos las estructuras existentes más funcionales. La conclusión que se puede derivar es que la estructuración de la materia perseguirá necesariamente la mayor funcionalidad posible, pero como la estructuración sigue caminos aleatorios e indeterminados, en estos milenios de historia y en esta región del universo los seres humanos pretendemos ser la máxima expresión de la estructuración de la materia. Probablemente, en otros lugares y épocas otras criaturas ocuparon u ocuparán el puesto, tan elevado o mucho más, que nosotros estamos ocupando transitoriamente, mientras dure nuestra especie.

Si el ser humano, tal cual es, ha llegado a existir, es porque se ha dado una extraordinaria cantidad de condiciones favorables que hacen absolutamente improbable que puedan ser repetidas en otra parte y en otro tiempo del universo para producir seres humanos como nosotros. Pero por otra parte, probablemente, en algún otro lugar del universo se podría estar estructurando, si acaso no ha ocurrido aún, otra serie de organismos vivientes más extraordinarios y, supiera alguien, con qué brillantes inteligencias, pues nada hay en la materia que impida tal posibilidad.

El punto es que el ser humano podría perfectamente desaparecer de la faz de la Tierra, y el universo seguir su marcha sin verse afectado para nada por ello. En cambio, si así no fuera, las majestuosas y antiquísimas galaxias, por ejemplo, no tendrían otro propósito que la de ser observadas por algún astrónomo humano ocasional, aunque lo que realmente se esté observando son las gigantescas fuerzas desplegadas para seguir estructurando el universo en escalas progresivas y cada vez más complejas. Desde luego, ello no ocurre de esa forma en una perspectiva filosófica, pues, en la dicotomía sujeto-objeto, el objeto es naturalmente anterior y preexiste al sujeto observador. Tampoco se puede suponer que Dios, a la manera de un ególatra, creó a los seres humanos para que lo alabaran cuando contemplaran la maravilla de su creación. En realidad, la inmensa mayoría de éstos están más ocupados en ellos mismos, dirigiéndose a Dios sólo para pedirle ayuda cuando las cosas les van muy mal. En conclusión, se puede establecer que la razón de ser de un universo que no necesita de testigos para testimoniar su grandeza es precisamente la estructuración que puede llegar hasta la conciencia más profunda.

Tal es el punto de vista permitido a nuestra razón en su necesidad de objetividad. No puede aceptar aquello que no obedece a una relación de causa-efecto como base objetiva para una proposición científica. No obstante, no puede dejar de impresionarnos y causarnos la más profunda admiración el hecho de que la estructuración máxima jamás alcanzada por la materia, al menos hasta donde llega el conocimiento científico, y haciendo abstracción de aquellos magníficos hombrecitos verdes y sus platillos voladores, esté ocurriendo justamente en un lugar del espacio y en un momento del tiempo absolutamente únicos y exclusivos: la biosfera del planeta Tierra, aquella zona de unos 6 a 12 kilómetros de espesor que rodea su superficie sólida, desde hace unas cuantas decenas de miles de años. Es tan improbable que semejantes condiciones tan particulares se encuentren en algún otro tiempo y lugar del vasto universo que la vida inteligente, como la conocemos, materializada en homo sapiens es virtualmente una singularidad, sin olvidar que la vida y la inteligencia son justamente resultados de la capacidad de la materia para estructurarse.

La vida humana depende de requisitos tan únicos como, por ejemplo, la existencia de agua líquida, una temperatura relativamente estable de 15° C de promedio, una presión de 1 atmósfera, el suministro de energía de unos 5 kWh/m² día del Sol, la forma absolutamente aleatoria y azarosa de cómo ha evolucionado la vida en sus 3.500 millones de años de existencia y de una infinidad de condiciones más. Así, si la materia ha llegado a estructurase en vida inteligente como la conocemos, se ha debido a condiciones virtualmente irrepetibles.

Podemos establecer en este sentido que si la materia ha llegado a estructurarse como inteligencia en el planeta Tierra, de ninguna manera se puede deducir que ésta sea la manera determinista en que necesariamente evoluciona su estructuración. Esto es imponer un modo muy antropométrico a las posibilidades de la estructuración. Además, a pesar de que la materia tiene la potencialidad para estructurarse en cosas tan complejas y funcionales como los seres humanos, ello ha sido posible a causa de la larga historia particular de la formación de nuestra Tierra y de la aleatoria y azarosa evolución biológica ocurrida allí, y no a un determinismo intrínseco en las partículas fundamentales. Esta ilusoria idea surge naturalmente de observar el determinismo en las escalas más simples de las partículas, átomos y moléculas que se dan en todo el universo, pero cuando se aumenta la escala, la ocurrencia en el tiempo y en el espacio para la estructuración va disminuyendo al tiempo que aumentan las posibilidades de estructuraciones distintas.


Potencial estructurador


El que la estructuración de la materia obedezca o bien al azar o bien a la intencionalidad divina es un problema que no está en nuestra capacidad de explicación racional. Aquello que sí es propio de una explicación racional es la posibilidad de que la materia haya llegado a estructurarse en la forma de un homo sapiens a partir de quarks y electrones. Lo que escapa a una explicación científica es que tal estructuración sea teleológica, por la sencilla razón de que no tenemos evidencias experimentales y, por tanto, a posteriori de tal posibilidad. Si la ciencia no puede procurar una explicación para el sentido que ha seguido la estructuración de la materia, cualquier acusación de deísmo es inoficiosa. Ocurre que mientras la causa ‘eficiente’, que es la que podemos conocer experimentalmente, actúa de un modo determinado en un medio indeterminado, la causa ‘final’, que no podemos conocer, actuaría según el determinismo divino. En consecuencia, a pesar de que estamos capacitados para afirmar que la capacidad que posee la materia para estructurarse provino desde su creación, en el origen mismo del universo, de ninguna manera estamos en condiciones para negar que la particular estructuración que la materia ha tenido ha sido educida por una causa final, necesariamente de origen divino, pues la materia nada tiene en sí misma que la obligue a estructurarse en un determinado sentido, según su principio de indeterminación fundamental.

Independientemente de lo que se pueda creer acerca de la intención del Creador, la capacidad que posee la materia para estructurarse en infinitas formas proviene del hecho de que toda estructura es esencialmente funcional, esto es, es capaz de dirigir y controlar la fantástica prodigalidad de la fuerza de modos muy determinados que permiten, sino siempre, la subsistencia de estructuras, al menos su resurgencia en una cadena continua entre lo simple y lo complejo, y desde la escala subnuclear hasta la escala supergaláctica. Desde el punto de vista de la estructura, ésta posee finalidades, propósitos u objetivos que le son enteramente particulares. En este sentido, función y finalidad son equivalentes. El tránsito evolutivo que va desde la fuerza pura hasta la estructura más compleja se ha realizado, en el curso del tiempo, desde el instante de la creación hasta la actualidad, a través de dos procesos distintos: el uno, dentro de una misma escala y el otro, saltando de una escala a otra superior. En ambos, el producto surge a partir de cosas ya existentes, conteniéndolas.

En primer término, existe el tránsito evolutivo dentro de una misma escala. No se trata de una simple agregación de unidades homogéneas que no logran generar estructuras más complejas, ni funcionalidades cualitativamente distintas, como sería el caso de aumentar una mayor cantidad de agua en un recipiente. El proceso evolutivo dentro de una misma escala consiste en una agregación de unidades discretas funcionales que producen no sólo estructuras más complejas o más grandes, sino en funcionalidades distintas, como, por ejemplo, el sistema periódico. Dentro de este sistema se encuentra desde el hidrógeno, el átomo funcional más simple de todos, hasta los transuránidos, átomos que no sólo contienen mayor cantidad de unidades subatómicas, sino estructuras internas más complejas y mayor cantidad de capas electrónicas. Y probablemente sea el carbono el átomo más funcional de todos los de la tabla periódica, aunque sea de los más simples. En el tiempo el tránsito va desde lo más simple a lo más complejo, y lo más complejo supone ya que lo más simple existe o ha existido. En nuestro ejemplo, antes de que se estructuraran los transuránidos, se estructuró el hidrógeno. Las unidades discretas que estructuran un átomo (neutrones, protones y electrones) son bastante más funcionales para estructurar el hidrógeno que, digamos, el radio. Además, a partir del hidrógeno estructurado fue posible estructurar el helio, el litio, el berilio y así sucesivamente, en un proceso de fusión atómica.

En segundo lugar, la evolución se da de una escala a otra mayor. Este paso evolutivo se verifica mediante síntesis evolutivas de estructuras de escalas inferiores, produciendo estructuras que contienen, como unidades discretas, estructuras de la escala inferior. Este hecho genera tanto mayor complejificación como funcionalidades radicalmente nuevas. El producto generado no sólo contiene la funcionalidad de las unidades que lo estructuran, sino que también posee la nueva función adquirida por la nueva estructuración. Por ejemplo, un átomo de hidrógeno es menos complejo que una molécula de agua, puesto que ésta lo contiene como subestructura y posee una funcionalidad de otro orden de la que es dable esperar de los elementos de la tabla periódica. Las estructuras de escalas superiores que han emergido en el curso de la historia suponen la preexistencia de estructuras de escalas inferiores. En el ejemplo, es suficiente que los átomos de hidrógeno y de oxígeno se hayan estructurado previamente para que la molécula de agua tenga, a su vez, la posibilidad de estructurarse.

Del mismo modo que el mecanismo de la evolución es claro para explicar la transformación de las especies biológicas, para otras escalas estructurales es posible también descubrir sus propios mecanismos evolutivos. Aunque frecuentemente no nos sean enteramente claros, y aunque muchas veces nos sean aún completamente desconocidos, podemos suponer que cada escala tiene sus propios mecanismos para dar cuenta de sus posibilidades en la variedad y amplitud estructural. Así, tal como existen mecanismos para la evolución biológica, también existirían mecanismos particulares para la evolución dentro de escalas tales como los elementos de la tabla periódica, las moléculas de la química orgánica, los regímenes políticos de la sociedad humana o el diseño de muebles. En todos estos casos y de todos aquellos que podamos pensar, las estructuras evolucionan dentro de una misma escala, adquiriendo diversos grados de funcionalidad, y, al ser así más funcionales, es posible pasar a la siguiente escala.

La materia se estructura en el tránsito de una escala a la otra inmediatamente superior. Los mecanismos de esta integración y síntesis de elementos distintos pertenecientes a una escala inferior son diferentes de los mecanismos evolutivos propios que existen dentro de una misma escala. Un mecanismo de tipo dialéctico es insuficiente para explicar el cambio evolutivo. El paso de la rueda al automóvil no es de ninguna manera evidente, pero la estructuración de un automóvil presupuso la existencia de la rueda. Los mecanismos que posibilitan el tránsito de una escala inferior a otra superior tienen en común la capacidad funcional que poseen las unidades subestructurales que llegan a componer la estructura mayor en cuestión para combinarse y constituirla, y de la funcionalidad de la nueva estructura así conformada. El automóvil fue posible cuando surgió el motor, entre sus otras unidades discretas esenciales, como, transmisión, dirección, frenos, etc.

La estructuración de la materia tiene una dirección muy determinada, la que, como vimos, es hacia la complejidad y la multifuncionalidad. Aunque intervienen en la estructuración de todas las cosas y contienen en sí mismas toda la potencialidad de estructuración que la materia puede alcanzar, las estructuras más simples de todas son las partículas fundamentales. Para que estas partículas se hayan podido estructurar, a muy poco del comienzo del universo, se requirió de tan enormes cantidades de energía que habría que construir un acelerador de partículas verdaderamente gigante para poder desintegrar o destructurar una de éstas. Saltando una o dos escalas de estructuración, la construcción de nucleones a partir de quarks significó consumir cantidades bastante menores de energía. Pero mucho menos es la cantidad de energía requerida para estructurar átomos. Es la cantidad que consumen las estrellas que iluminan la noche y que son las fábricas de los átomos. Las asombrosas explosiones de bombas termonucleares equivalen sólo chispazos instantáneos y localizados del proceso continuo que una estrella lleva a cabo en su vida de miles de millones de años. En el otro extremo de la escala del consumo energético, sin alterar su estructura atómica, los seres humanos hemos aprendido que para aislar y derretir metales se requiere de hornos de elevadas temperaturas, y que para transformarlos, las máquinas deben ser potentes para nuestras capacidades. Aún menos energía se necesita para estructurar moléculas, las que son mucho más complejas y funcionales que los átomos. De hecho, en nuestra fría Tierra, donde comparten su existencia innumerables tipos de estructuras de todo orden, la energía indispensable es bastante débil, y para efectuar una obra de arte, las sutilezas de la mente que la concibe surgen de consumir cantidades nimias de energía. Así, pues, la dirección hacia la complejidad y la multifuncionalidad va requiriendo cada vez de menos energía.

El tiempo del universo no transcurre entre un big bang y agujeros negros, o entre la generación de la materia y su total absorción al final de los tiempos. Este tiempo transcurre entre las estructuras fundamentales que requirieron infinita energía y estructuras de escalas progresivas de complejidad que demandan cada vez de menos energía para ser cada vez más funcionales. Y la energía demandada es provista por la energía infinita que originó el universo, que se transformó en materia en expansión y que va siendo cedida en el curso de esta expansión.

Cuando una estructura de escala superior llega a emerger y ser funcional, se materializa lo que era pura posibilidad y se hace presente para la posteridad lo que hasta ese momento no existía. Si la estructura de la escala superior es posible, es debido a la funcionalidad de las unidades subestructurales que la integran y, en último término, a la extraordinaria funcionalidad de aquellas unidades más primarias: las partículas fundamentales. Si el universo está constituido en último término por estas partículas fundamentales, está a su vez determinado en sus posibilidades por la funcionalidad de tales partículas. Aunque sus posibilidades de estructuración son ilimitadas en cuanto a formas, están por otra parte determinadas en cuanto a escalas y modos de relaciones causales. Y es probable, a riesgo de parecer antropocéntrico, que la escala de mayor estructuración posible sea el ser humano inteligente.



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NOTAS:
Todas las referencias se encuentran en Wikipedia.
Este ensayo corresponde al Capítulo 5, “Causalidad y estructuración”, del libro III, La clave del universo, http://claveuniverso.blogspot.com.